El espionaje del Reino Unido montó un sistema de micrófonos en la mansión de Trent Park, un lugar en el que los jerarcas del Tercer Reich se relajaron y hablaron sin tapujos. “Si no fuera por esta operación de escuchas, es posible que no hubiésemos ganado la guerra”, dijo Churchill.
Ahora es un centro ecuestre, tan afín a la pasión británica por los caballos y los jinetes. Pero fue una gran estafa, una gigantesca mentira, un montaje de teatro, también tan afín a los británicos, con actores de primera línea y una platea reducida, engañada, burlada y deslumbrada por esos actores: cayeron como pajaritos. Y no eran pajaritos, aunque volaban: eran pilotos alemanes prisioneros de los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, porque sus aviones habían sido derribados en la crucial batalla de Inglaterra que se libró en el cielo. Y luego,los pilotos prisioneros dejaron paso a los generales y mariscales nazis derrotados en los campos de batalla de Europa, después de que, en enero de 1943, la guerra cambiara de rumbo tras la batalla de Stalingrado.El teatro, el escenario, la platea y hasta la boletería, tenían un nombre: Trent Park. Una gran mansión del siglo XIV que había sido uno de los cotos de caza preferidos del rey Enrique IV. En 1777, Jorge III alquiló el sitio a su médico personal, Richard Jebb, que había salvado la vida del hermano menor del rey, duque de Gloucester, en la ciudad italiana de Trento. Así que su majestad bautizó aquella mansión lujosa y sus amplios terrenos como Trent Park. Después pasó a manos de banqueros y de herederos varios y, en los albores del siglo XX, la mansión estaba en manos de Philip Sasoon, primo del poeta Siegfreid Sasoon, que la convirtió en un centro de alojamiento, descanso, intercambio cultural y distracción de personajes notables: Charles Chaplin, entre ellos y, vital para esta historia, Winston Churchill.Así que cuando los primeros prisioneros alemanes, los pilotos de la Lutwaffe, cayeron en manos británicas, fueron encerrados en aquella mansión convertida en prisión de lujo. Recibieron un trato de príncipes y se convencieron de inmediato de dos cosas: que eran tratados como merecían, dado que eran caballeros alemanes en el duro trance de pasar sus días como prisioneros del enemigo y de la generosidad, la galanura, la nobleza y la hidalguía del adversario británico, en esos momentos aciagos ya no enemigo.
De todo eso, nada. Trent Park estaba sembrada de micrófonos. Los había por todas partes, en habitaciones, comedores, biblioteca, alféizares de ventanas, baños, lámparas de caireles y sencillas de tocador, en sillones mullidos y hasta en los amplios y generosos setos de plantas tupidas que bordeaban los caminos por los que circulaban los prisioneros. Trent Park era una trampa enorme del espionaje británico y el primer ministro Winston Churchill era el primero en ser informado de lo que aquellos micrófonos captaban. Los pilotos alemanes prisioneros eran interrogados primero, una formalidad, por los agentes del servicio de inteligencia del ejército británico siempre con pobre resultado porque se escudaban en las leyes de la guerra; pero después, quedaban librados un poco a su suerte en aquella mansión vigilada aunque casi de puertas abiertas. Y hablaban entre sí, que era lo que los británicos querían.
Thomas Joseph Kendrick, el hombre que condujo Trent Park durante las escuchas a los alemanes
De esas charlas captadas todas por micrófonos de presión 88 A, surgieron en los primeros días de la Batalla de Inglaterra informaciones elementales sobre las bases europeas de donde despegaban aquellos aviones, fortalezas y debilidades de la maquinaria de guerra aérea de Adolfo Hitler, opinión de los alemanes sobre las fortalezas y debilidades de la Real Fuerza Aérea, las características de la lucha aérea contra los cazas ingleses Spitfire y Hurricane y, sobre todo, revelaron a la inteligencia británica un mapa íntimo de la mentalidad de la joven elite alemana de la guerra.
Trent Park era un gran simulacro. Los prisioneros recibían un trato hospitalario, tenían acceso a raciones generosas de whisky, a buena comida, a artículos de higiene personal que en plena guerra eran verdaderos tesoros, y podían pasear por los amplios terrenos que circundaban la mansión. Cada palabra que decían quedaba registrada, escrita y traducida. ¿Dónde y por quienes? Alrededor de la mansión que servía como cárcel, se alzaban algunas casas más pequeñas, vedadas al resto del mundo, que eran dependencias militares británicas. Hasta allí llegaba un intrincado y kilométrico sistema de cables con un trazado que recién fue descubierto al completo, y ocultado, en los años 70. Hoy, cuando el complejo es casi un museo de la época, una de las habitaciones muestra parte de aquel secreto entripado. Allí se hospedó el general Jürgen von Arnim, que comandó unidades de tanques nazis en África y cayó prisionero de los británicos del mariscal Bernard “Monty” Montgomery, enfrentado a otro mariscal, Erwin Rommel. Por el baño de esa habitación, detrás del dormitorio, pasa la principal avenida de toda aquella operación de escucha. Los cables originales viajaban por techos falsos, zócalos y marcos de puertas y ventanas, por otras lujosas habitaciones, celdas, de la planta baja, se metían en los bordes de piedra de las chimeneas que regalaban calor en invierno y, revestidos todos de plomo, bajaban como un río rumoroso hasta el sótano. Desde allí y bajo tierra llegan a lo que se conoció luego como los “M Rooms”, M por micrófono, tres cuartos convertidos en salas de escucha y grabación y transcripción de todo cuanto decían los alemanes.
El general alemán Jürgen von Arnim, uno de los presos más célebres de Trent Park (foto Corbis via Getty Images)
Todo fue secreto hasta entrado ya el siglo XXI. Pero Trent fue revisada y de alguna manera ocultada al futuro hace medio siglo. Las investigaciones “arqueológicas” en la mansión hallaron que los centenares de orificios abiertos para el cableado, fueron taponados en su momento con papel de diarios británicos de los años 70.
Así escuchaba el espionaje inglés al enemigo alemán al que trataba como a príncipes. ¿Quién los escuchaba? Un numeroso grupo de jóvenes antinazis, alemanes y austríacos, o descendientes directos de alemanes y austríacos con el alemán como lengua materna; la mayoría eran judíos que se habían exiliado en Gran Bretaña, solos o con sus familias. Todos habían sido movilizados al inicio de la guerra en unidades militares llamadas “Pioneros”. Uno de ellos, Eric Mark, que murió en 2020, se topó un día con que lo habían ascendido a sargento, destinado al Servicio de Información Militar y enviado a Trent Park para servir en el equipo de escuchas. Los Pioneros se dividían en equipos que trabajaban en dos turnos, desde las ocho de la mañana y hasta que los alemanes se acostaban y se dormían. Grabaron en el curso de la guerra, más de sesenta y cinco mil conversaciones que se volcaron en más de cien mil páginas y es probable que incluso hayan sido pasadas a discos, cuyo destino se ignora por ahora.
El “Pionero” Eric Mark
Todo salió a la luz porque, el colmo de las ironías, fue el historiador alemán Sönke Neitzel quien en 2001, a cincuenta y seis años de terminada la Segunda Guerra, descubrió el secreto de Trent Park mientras investigaba otra cosa en los materiales desclasificados de la inteligencia británica. De ese hilo tiró la historiadora Helen Fry que en 2019 escribió un libro extraordinario con un título bien simbólico: “The Walls Have Ears – Las paredes tienen oídos”. Y las paredes de Trent Park tenían de todo.
Tal fue el éxito de la operación de espionaje con los jóvenes pilotos de la Lutwaffe prisioneros en 1940, que los británicos ampliaron el espectro: decidieron que Trent Park albergaría a todos los altos oficiales alemanes que cayeran en sus manos. Y cayeron muchos. A partir de 1942 fueron huéspedes de aquella prisión de oro, aquella jaula que mentía hospitalidad, al menos ochenta y nueve oficiales de estado mayor del nazismo, también tratados como príncipes y grabados con minucioso fervor: todos revelaron infinidad de secretos militares.
El libro que dio a conocer las escuchas que fueron clave para el desarrollo de la guerra
Al mando de aquel circo estaba un maestro de espías que vivió y murió casi en el anonimato, que es lo que menos se espera de un espía. Thomas Joseph Kendrick había nacido en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, y desde joven estuvo metido en el mundo de la inteligencia, primero como oficial en la Segunda Guerra Boer y luego en la Primera Guerra Mundial. Entre 1925 y 1938 fue “Jefe de estación” en el consulado británico en Viena como miembro del MI6. Manejaba entonces una red de espionaje destinada a seguir de cerca el camino de Hitler hacia la guerra. Los nazis lo arrestaron en 1938, poco después de la anexión de Austria al Reich. Cautivo de la SS y la Gestapo en la que era su sede, el Hotel Metropol de Viena, vio cómo se deshacía su red de inteligencia: un escándalo del que dieron cuenta los diarios alemanes hasta que el Servicio Exterior británico logró que Kendrick fuese liberado y expulsado de Austria. Desde entonces, fue una codiciada pieza de caza del nazismo y un baluarte del espionaje inglés. No hay nada que pruebe la siguiente afirmación, pero es dable suponer que Kendrick tenía alguna cuenta pendiente con los alemanes.
Kendrick estableció las reglas de Trent Park para el tratamiento de los jerarcas alemanes prisioneros. Esas reglas imponían a los guardias ingleses que se cuadraran y saludaran con rigidez prusiana cada vez que se cruzaban con un jerarca prisionero. Todos eran tratados como huéspedes, con gentil rigor, de un hotel de lujo. A cambio de un pacto de caballeros, los alemanes se comprometían a no intentar escapar y los británicos les permitían pasear por el parque de la residencia, donde habían plantado micrófonos hasta en los árboles y los bancos de ese parque. Cada oficial alemán preso recibía una pequeña paga mensual para que pudiera comprar lo que hiciera falta en una módica tienda del lujoso complejo de detención. Y hasta un sastre se encargaba de remendar sus baqueteados uniformes de oficial, o de fabricarles un nuevo atuendo a los huéspedes, un sencillo pantalón, una sencilla chaqueta, y una sencilla camisa.
Von Rundstedt agradeció por carta el trato recibido, pero nunca se dio cuenta que fue escuchado durante su confinamiento (foto Keystone/Getty Images)
La historia dice que Churchill estalló en una de sus rabietas incontrolables y ordenó que cesaran “los mimos a los generales”, cuando supo que Kendrick había llevado varias veces a un par de sus prisioneros alemanes al lujoso restaurante Simpson’s in the Strand, o a los no menos lujosos restaurantes del Ritz, o del Savoy, y que incluso había encarado una excursión breve de medio día al histórico Harrods de Kensington con algunos fascinados jerarcas nazis. El primer ministro prohibió semejantes disparates, pero Fry y sus colegas historiadores creen que esas prácticas continuaron, sólo que ya no fueron confiadas a Churchill. Kendrick estaba convencido de que los alemanes se dejarían llevar por una falsa sensación de seguridad y que conversarían con mayor tranquilidad entre ellos, que revelarían secretos militares que podían ser de mucho valor. No se equivocaba.
Los jerarcas alemanes, además de sentirse seguros, estaban convencidos de que eran tratados como merecían dado su grado, sus altos cargos, su responsabilidad militar en la guerra; estaban acaso cegados por una desbordada vanidad que les hacía sospechar cierta tontería de parte de sus captores: los alemanes no trataban así a sus prisioneros. Lo primero que los espiados revelaron en sus conversaciones privadas, fue cuáles eran las playas inglesas que, por su calado, Hitler había elegido para hacer desembarcar a sus tropas cuando invadiera el Reino Unido, después de ganar la guerra que perdió en los cielos británicos. La inteligencia inglesa también supo gracias a las charlas entre los nazis, cuántos sabían los alemanes de los movimientos de la resistencia en Francia, Holanda y Noruega. Aquello era oro en polvo para el implacable Kendrick.
El SS Kurt Meyer, nazi fanático que estuvo prisionero en Trent Park
Para aumentar el engaño, hacer más real la falsa hospitalidad, la opulencia y la seguridad, Kendrick contrató a un aristócrata escocés, Lord Aberfeldy, como responsable directo del bienestar de los prisioneros. El lord tenía como misión ganarse aún más la confianza de los alemanes y asegurarles que era el propio rey Jorge VI quien le había ordenado que los prisioneros fuesen tratados de acuerdo con su jerarquía. Lord Aberfeldy sabía de qué hablaba porque era primo de su Majestad, de modo que también era primo del rey Eduardo VIII, que había abdicado antes de coronarse, y que tenía más que simpatía por Hitler y por su idea de dominar el mundo y acabar con los soviéticos. Los alemanes pensaron, y así lo dicen sus declaraciones grabadas y transcriptas, que los beneficios de los que gozaban llegaban de la mano del antiguo rey Eduardo, más que del entonces rey Jorge VI. Lo que nunca supieron fue que Lord Aberfeldy no era ni lord, ni Aberfeldy, ni primo de reyes, sino un agente del MI9 llamado Ian Munro que desempeñó su papel con exquisita eficacia. Como un lord.
La historiadora Fry sostiene que Trent Park fue vital para el esfuerzo bélico británico y que la experiencia contó con un presupuesto casi ilimitado por parte del gobierno. Las grabaciones tomadas en Trent Park revelaron que también el ejército alemán, y no sólo la Gestapo, las SS, o los Einsatzgruppen, los escuadrones de ejecución itinerantes, había sido partícipe de las atrocidades y matanzas masivas de judíos. “El ejército alemán siempre lo había negado –sostiene Fry– y así lo creyó todo el mundo por más de sesenta y cinco años. Lo que las transcripciones muestran ahora es que el ejército alemán también fue cómplice de aquellos crímenes de guerra”.
Oficiales alemanes prisioneros, fotografiados en Trent Park
Lo que las transcripciones revelan es que muchos soldados de la Wehrmacht fueron testigos de los crímenes porque se produjeron frente a sus ojos o porque fueron invitados a participar de ellos. En una conversación en su celda, captada por los micrófonos ocultos de Trent Park, habla el general Edwin Graf von Rothkirch und Trach. Había sido comandante del Área de Retaguardia del Centro del Grupo de Ejércitos alemán en el Este europeo. En tiempos de paz, también había sido atleta olímpico en los juegos de Los Ángeles, en 1932. Al recordar a sus camaradas su paso por la ciudad polaca de Kutno, Trach dice: “Yo conocía bastante a uno de los líderes de las SS y un día me dijo: ‘¿Quieres filmar alguno de estos tiroteos?, a mí no me importa. En general, a estas personas les disparan por la mañana. Si te interesa, todavía nos sobran algunos, podemos filmarlos por la tarde si prefieres’”.
Muchos de los jóvenes judíos que escuchaban estos testimonios, los traducían y los transcribían ignoraban la suerte que habían corrido sus familiares. Entre ellos estaba Eric Mark, que suponía que sus padres habían sido deportados, o recluidos en un gueto, y ahora sabía que su destino podía ser bien otro mientras escuchaba a los jerarcas alemanes describir las matanzas en masa de los judíos europeos.
Una foto reciente de Trent Park. En la guerra estaba llena de micrófonos
Una tarde, los micrófonos captaron una conversación entre los generales Wilhelm von Thoma y Ludwig Crüwell. Von Thoma había caído prisionero en el norte de África, cuando comandaba la 20ª División Panzer y Crüwell también había caído en África como oficial del famoso mariscal Edwin Rommel, jefe del Afrika Corps. Ambos hablaban de unas largas rampas de concreto levantadas en Peenemünde, una pequeña ciudad alemana en la desembocadura del río Peene, frente al mar Báltico. Eran las rampas de lanzamiento de las bombas V1 y V2, los primeros misiles balísticos que los nazis manejaban como poderosa arma secreta. La noche del 17 al 18 de agosto de 1943, la aviación británica bombardeó Peenemünde y retrasó durante varios meses el esfuerzo nazi en la producción de aquellas bombas voladoras. De todos modos, varias llegaron a dispararse, hicieron blanco en Londres y mataron a nueve mil personas antes de que las tropas aliadas ocuparan ese territorio.
Entre los prisioneros alemanes en Trent Park había nazis fanáticos como el general de brigada Kurt Meyer, de las SS, una especie de niño mimado de Hitler. Las grabaciones de sus conversaciones tomadas en Trent Park, lo muestran como un nazi de fe inquebrantable que rendía un culto mesiánico al Führer. Fue el militar alemán más joven en ascender a general de brigada; tanquista, era conocido como “Panzermeyer” o “Schneller Meyer, “El veloz Meyer”. Menos en África, luchó en casi todos los frentes, fue condecorado con la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro con hojas de roble y espadas. Era un asesino despiadado que tras la guerra fue condenado por el asesinato de veinte prisioneros canadienses en la Abadía de Ardenne, Normandía. Fue condenado a muerte, pero le conmutaron la pena por cadena perpetua. Salió en libertad en 1954, regresó a Alemania, integró una organización de ayuda a ex combatientes de las SS y murió de un infarto el día de su cumpleaños número cincuenta y uno, el 23 de diciembre de 1961.
Una bomba volante V1 tripulada incautada tras la guerra
Y había en Trent militares que o bien no comulgaban con el nazismo, o que lo habían hecho y estaban arrepentidos. Entre ellos, el general Dietrich von Choltitz, que había ignorado la orden de Hitler de destruir París antes que entregarla a los aliados. En una charla entre varios camaradas presos que ya aceptaban la derrota alemana a raíz de los desastres en El Alamein, en octubre de 1942, y en Stalingrado, en enero de 1943, von Choltitz dice estar convencido de que Alemania merece un castigo severo por sus culpas.
Fue tal el éxito de la operación británica de espionaje sobre los jerarcas alemanes presos que uno de ellos escribió una carta reveladora. Fue el mariscal Gerd von Rundstedt, un prusiano de alma al que Hitler había destituido en julio de 1944, después de la invasión aliada a Normandía, y vuelto a llamar por el Führer en septiembre como Comandante en Jefe de los ejércitos en el oeste, los que debían enfrentar el decidido avance aliado. Al final, con el Reich en llamas, Hitler volvió a destituirlo en marzo de 1945, un par de semanas antes de suicidarse en su bunker de la Cancillería. Von Rundstedt fue a parar a Trent Park, fue acusado de crímenes de guerra pero no fue juzgado por su edad -tenía setenta años en 1945-, y por su salud precaria. Fue liberado en 1949 y murió en 1953.
Dietrich von Choltitz, el comandante nazi que se negó a cumplir la orden para destruir París que le había dado Hitler
En septiembre de 1945, von Rundstedt tomó papel y lápiz y escribió una carta al capitán A. E. Hamley, del ejército inglés. Hamley era uno de los topos británicos en el núcleo de jerarcas nazis, era un experto interrogador y un valioso intérprete de lo que los presos decían y hasta de su lenguaje corporal: un cuadro de la inteligencia al que le habían dado un nuevo destino y dejaba Trent Park. Von Rundstedt escribió: “¡Todos lamentamos mucho tu partida! Nunca han visto en nosotros a las víctimas de una política mal dirigida, nunca han visto al enemigo, sino siempre a los seres humanos (…) (Usted) aligeró la pesada carga del cautiverio en cada uno de nosotros. Nuestros más sinceros deseos de mayor bienestar y le aseguramos que siempre conservaremos un recuerdo verdadero y agradecido de usted”. El mariscal jamás se dio cuenta de nada.
El gran circo montado en Trent Park reveló gran parte de lo que Gran Bretaña supo sobre la capacidad militar de Alemania, sobre su armamento, su desarrollo tecnológico y sobre sus crímenes. Finalmente, Churchill admitió que la operación de espionaje había revelado una visión única de la psiquis del enemigo, de su mentalidad y de sus secretos militares: “Si no fuera por esta operación de escuchas, es posible que no hubiésemos ganado la guerra”.
Cualquier especulación elemental permite suponer que Trent Park debe guardar muchos más secretos en sus entrañas y, si no están en ellas, están en los archivos que recopilan los diálogos entre aquellos nazis convencidos, “desconvencidos”, o navegantes entre lealtades ambiguas. Ahora que los vientos de la guerra dejaron de soplar, Trent Park es lo que fue siempre, una casa de campo inglesa, con sus antiguos terrenos en el norte de Londres que conservan la casa original y los edificios cercanos, ahora vacíos y desangelados.
Hasta 2012 fue parte del campus de la Universidad de Middlesex, que albergaba el departamento de artes escénicas, formación docente, humanidades y diseño e ingeniería de productos, producción de televisión y ciencias biológicas.
También alberga un pequeño centro ecuestre y está señalado como Cinturón Verde Metropolitano, dentro del área de Conservación del Registro de Parques y Jardines de Interés Histórico Especial de Inglaterra.