Ezequiel Rodríguez sufrió durante años por las adicciones. Logró salir adelante ayudado por la fundación “Vencer para vivir” y ahora trabaja allí, ayudando a otros que atraviesan momentos difíciles. Una historia de dolor y esperanza.
¿Qué lleva a un adolescente a desear morir en un enfrentamiento con la Policía, en medio de una situación delictiva, solo para que en su barrio pinten su nombre en una pared? ¿Y qué lleva a ese mismo joven a cambiar sus sueños, a recuperarse de su adicción, a querer formar una familia, a buscar ayudar a otros pibes -como los llama- que atraviesan una situación similar a la que debió enfrentar? Esta es la historia de Ezequiel Rodríguez. Pero podría ser la de muchos otros que caen en las adicciones, que incursionan en la delincuencia, que pierden todo rumbo. “Con la droga tenés cuatro caminos: terminás preso, loco, muerto… o te recuperás”, dice, con total crudeza. La suya es la vida del segundo de tres hijos de un matrimonio de trabajadores -papá, empleado en un frigorífico; mamá, mucama en un hospital- que residían en La Esperanza, un barrio de clase baja de San Fernando. “Creo que todo el país lo conoce porque el cantante de Damas Gratis, Pablo (Lescano), también es de ahí”, detalla Ezequiel. Y se dispone a hablar con Infobae sin medias tintas. —¿Cuándo consumiste por primera vez? —A los 11 años. Empecé con marihuana. Para mí era un cigarrillo. En mi casa se fumaba; o sea, no le tenía miedo a echar humo.
—¿Quién te lo dio?
—Cuando yo estaba en la primaria se dio la reforma del Polimodal. Y trajeron pibes de 14, 15 años a la primaria. Me empecé a juntar con esos pibes, que ellos ya fumaban.
—¿En qué momento se empieza a complicar?
—Para mí, consumir no era un problema. Pero me fueron pasando cosas en mi vida que no aceptaba: mis viejos se separan y nadie me dio una explicación, ni me dijo nada. Mi mamá se fue, mi papá quedó ahí, en casa con nosotros, y para cuidarnos la cabeza, no nos contaban nada. Yo encontré con los pibes en la esquina ese lugar que no me daban en mi casa.
—¿Siempre que se juntaban había droga?
—Sí, sí. Siempre. Estaba la propaganda del doctor (Alfredo) Miroli, con (los personajes de) Malena y Fleco, que decían: “La droga te mata”. Esa era la única información que yo tenía. Y la verdad que la primera vez que fumé me sentí rebien. Y me reí. No me mató, no me morí.
—¿Qué vino después de la marihuana?
—El alcohol, a los 13, 14 años. Y después, cuando me pasaba de alcohol, empezaba a tomar cocaína. Y después, lo que me cruzaba…
—¿Cómo hacías para conseguir, para comprar?
—Al principio consumía lo que me convidaban; después empecé a buscar los medios. Tenía 15, 16 años, no trabajaba, entonces bueno… Le sacaba plata a mi viejo, algún descuido por la zona.
—¿Robaste?
—Sí, sí. Estábamos con esto de que los menores no iban presos. En San Fernando había mucha diferencia social, y tenía dos countries atrás de mi casa: los pibes de mi edad andaban en moto, en unas bicicletas terribles, y yo del otro lado de la reja, mirando eso. El Día del Niño, ellos con su bicicleta nueva, y nosotros con una bolsa con cascotes tirándole a los cables.
—¿Te enojaba eso?
—Sí que me enojaba… Estábamos esperando que salieran, que crucen para el otro lado de la reja.
—¿Qué tipo de robos hiciste?
—De todo. Pero no me gusta contar eso.
—¿Pero lastimaste a alguien?
—No, no. Yo no lastimé a nadie.
—¿Te agarraron?
—¿La Justicia, la Policía? No. En realidad era medio raro porque ellos sabían, y nos paraban y nos sacaban todo. Y después: “¡Váyanse!”.
—¿La Policía les robaba a ustedes?
—Claro. Nosotros decíamos que robábamos para la Policía porque cada vez que nos enganchaban, nos volvían locos.
—¿Te daba miedo?
—No, porque ya estaba en nuestra naturaleza: sabíamos que en cualquier momento te podían pegar un tiro, podías ir preso.
Ezequiel Rodriguez probó las drogas por primera vez a las 11 años
—¿Pero no te daba miedo de que te pegaran un tiro?
—No, no. Es más, en ese momento mi sueño, lo mejor que me podía pasar, era que me mate la Policía y que me pinten un mural en el barrio, con mi nombre.
—¿Esa era la fantasía?
—Claro. Es un folclore del barrio: cuando muere un pibe en esa situación, se pone un mural. Con 20 años, quería morir para que me pinten. Que encima, yo no iba a verlo…
—Era una escalada: empezó con marihuana, siguió con alcohol, cocaína, con situaciones delictivas…
—Sí. Todos los excesos que te puedas imaginar.
—¿Alguno de los que estaba en tu grupo terminó mal o murió?
—Sí, un montón. Con drogas, con la Policía, con algún justiciero. En un accidente de tránsito. O se quitaron la vida ellos mismos. Con la droga tenés cuatro caminos: terminás preso, terminás loco, terminás muerto… o te recuperás.
—Vos te recuperaste, pero primero tocaste fondo. ¿En qué momento fue?
—Una vuelta, una novia que tenía me dijo que conmigo no se podía estar porque yo era un cachivache por la droga. “La droga no es un problema para mí”, le dije. “Bueno, si no es un problema, dejala”, me dijo. “Bueno, la dejo”. Y cuando la quise dejar, me di cuenta de que sí tenía un problema: caí en depresión. No podía.
—¿En ese momento consumías todos los días?
—En ese último tiempo, sí. Si no tomaba cocaína me medicaba con psicofármacos, para no estar temblando. Porque cuando no tenía cocaína me agarraba la ansiedad, la desesperación, y se me revolvía el estómago. ¿Viste cuando ves al bebé que no le dan la mamadera o no le dan la teta? Bueno, yo sentía algo así. Entonces tomaba pastillas para estar tranquilo, así, como estamos hablando ahora.
—¿Cómo las conseguías?
—Las compraba en lo de Carlitos. Literal, así: La Farmacia de Carlitos. Me la vendían sin receta. Lo digo ahora porque Carlitos ya ni existe, así que…
“Si yo tuve que pasar por todo esto, que valga la pena. Que valga la pena cada lágrima de mi mamá en su momento”, afirma Ezequiel
—¿Tus papás nunca se dieron cuenta de que algo pasaba? ¿O de los robos?
—No. Nunca. Mi papá hoy ya no está, pero mi mamá, resana. Nunca tuvieron relación con la droga, con ese ambiente, nada. Y yo en ese momento la pasaba bien. No me imaginaba una vida sin droga. Creía que la controlaba. Cuando la quiero dejar me agarra ese vacío que no llenaba con nada: mordía el aire y sentía un vacío acá, en el pecho. Se lo contás a un tipo que nunca pasó por esto y no lo entiende.
—¿Y había una depresión?
—Claro. Me di cuenta de que esta sustancia era más fuerte. Y al no tener recursos, no podía ponerlo en palabras, no podía pedir ayuda. Y como no sabía qué era lo que me estaba pasando, dije: “Bueno, para que este dolor se me termine y no consumir más, la solución es matarme”. Para mí, no había otra salida. Y no quería consumir más por lo que le hacía al otro, no por lo que me hacía a mí.
—¿Qué hacías?
—Y… la gente que me quería sufría al verme así. Era un tipo malo.
—¿Te ponías agresivo?
—Era como… ¿dañino, se dice?
—¿Violento?
—Sí, era muy violento con ella (por su exnovia). Y era muy manipulador: siempre la tenía bajo amenaza. La pasó mal, pobre… Con el tiempo le pedí perdón y le agradecí, porque si ella no me hubiese puesto los puntos en ese momento, no sé qué hubiese sido de mí. Así que si me estás viendo: gracias.
—¿Qué edad tenían en ese momento?
—Yo tenía 18, 19 años; ella, 16.
—¿Con tu familia te pusiste agresivo?
—Sí. No de violentar a mi mamá o a mis hermanas, pero revoleaba, me encerraba y rompía todo. Eran rehenes de mis emociones. Pero siempre supe que yo no era ese.
—La adicción se juntaba con una depresión.
—Claro. La droga era como una puerta de escape: nos escapamos de lo que nos duele, de lo que nos lastima.
—En esa época, ¿tuviste intentos de suicidio?
—Sí. Desde enero del 2003 hasta mayo de ese año, esos cinco meses, fueron uno tras otro. Conocí un montón de casos de gente que murió de sobredosis, pero no creo que todos se hayan pasado: uno sabe en la que se mete. Además, la sobredosis era una forma de llamar la atención de todos. Yo, las veces que tuve esas sobredosis, fue porque quise, porque quería pasarme y morirme en la mía. Ahí yo pensaba que no había vuelta atrás, y no podía esperar a que me matara la policía. No. Ya está, se terminó…
—¿Vos entendías que estabas triste? ¿O no podías ver nada?
—Sí, sí. Lloraba. Era la angustia esa que tenía acá, que no la llenaba con nada. Sabía que la droga no era la solución porque, cuando se me pasaba el efecto, volvía a caer en el mismo lugar.
—¿No estaba la posibilidad de internarte, de tratarte, de pedir ayuda?
—La mayoría de los lugares de rehabilitación que yo escuché eran de la Iglesia, y los chicos salían a vender pan casero a la calle, galletitas en el tren, qué sé yo. Y yo decía: “No, ni a palos me interno ahí”. Y si no era un psiquiátrico, que te cambian una droga por otra. Después descubrí que había otra manera, que había gente que sabe un montón. Y tuve la suerte de caer en uno de esos lugares.
—¿En esa época seguías robando?
—A veces. Cuando pintaba, se dice.
—¿Robabas para consumir?
—No solamente para consumir, sino para un montón de cosas. Como estaba todo mal, no me importaba. Y también, en el ambiente en el que me manejaba, me daba como estatus. Con estas sobredosis, con todos los quilombos estos, me llevan a un psicólogo, que me deriva a un psiquiatra, que dice: “Está para internarlo”. Me diagnosticaron trastorno bipolar, esquizofrenia, pero ninguno de ellos me preguntó si yo consumía.
—Pero vos habías tenido intentos de suicidios con sobredosis.
—Claro.
—¿Y nadie te preguntó qué drogas consumías…?
—No. Me dan ese primer diagnóstico, que nunca existió, porque todo era la droga, y me internan en una clínica privada, porque las opciones que había eran Open Door o el Borda, pero mis viejos dijeron: “No, ahí no”. Mis viejos hicieron un esfuerzo descomunal para poder pagar la internación… Ellos me metían ahí para que no me matara. Aunque ahí estaba recontra drogado, medicado, preferían tenerme en esa clínica a un día encontrarme muerto en el cuarto o que alguien me mate. En la clínica me hacían caminar, y un día paso por un ventanal y veo mi reflejo: un pibe de 20 años con pijama, en pantuflas, que se le caía la baba, con la mano doblada acá… Y me dio una tristeza verme así… Yo tenía el cuerpo dopado, pero mi cabeza seguía funcionando bien. Y me sentía encerrado en mi cuerpo ahí. Un día hablo con mi mamá: “Sacame de acá porque me están matando. Estoy mal acá”.
—¿Cuánto tiempo estuviste internado?
—Unos meses. Me sacan, mi hermana se hace cargo, le dice a mis papás que me iba a cuidar. A la semana o diez días de que me sacaron, me tomé toda la medicación junta, hice un desastre otra vez. Mis hermanas me llevan a lo de mi mamá y le dicen: “Toma, acá tenés a tu hijo”. Mi mamá había averiguado por una internación, Vencer para vivir, en Pilar. Ese fue el lugar donde me recuperé, donde cambié mi vida. Pero antes de ir, tomé un montón de pastillas.
—Claramente, estabas enfermo.
—Sí. Igual, muchos chicos que están escuchándome van a decir: “Ah, pero yo no estoy tan así”. Yo también: no fui siempre así. Porque después, yo era un campeón, me salían todas, la tenía reclara, era un genio, un vivo bárbaro, la manejaba. Estaba siempre bien empilchadito, bañadito, iba a la barbería todos los viernes… No me hacía cargo de que estaba enfermo porque para mí el adicto era el que estaba tirado en la esquina. Los fisuras, les decía yo. Y yo no: yo tenía mi novia, trabajaba, estudiaba… Mentimos tanto que en un momento hasta nos la creemos nosotros también.
—¿Y cómo llegás a Vencer para vivir?
—Sin fuerza de nada. Entregadísimo. No tenía voluntad ni para abandonar el tratamiento. Me daba lo mismo estar vivo, muerto, estar con la luz prendida o apagada.
—¿Y con qué te encontraste en ese lugar?
—Me encontré conmigo. Después de un montón de tiempo, porque al principio me quería matar: “¡¿Adónde me trajeron?!”.
—En algún momento te empezó a faltar la droga.
—Claro.
—¿Y qué pasaba en ese momento?
—Y… “Ajo y agua”, me decía mi coordinador, el Viejo Nelson. “A joderse y a aguantarse”: yo no lo sabía, lo aprendí ahí. Porque cuando me dijeron “ajo y agua”, pensé que era un té (risas), algo para la abstinencia. En las películas pasa eso de que los pibes se tiran al piso y se arrastran, tiemblan; no es tan así. Hace un montón de años que laburo con pibes y no hay ese síndrome de abstinencia, como en la película de Nicky Jam. Le tenemos terror a la abstinencia. Ahora lo sé, pero cuando no lo sabía, tener que pasar por eso… no.
—¿Cuánto tiempo tardaste en sentir que no necesitabas más la droga?
—Me costó un montón desenamorarme de la sustancia. Siempre terminaba negociando con mi cabeza, ¿viste? “No, pero la marihuana capaz que pueda…”. O tomar alcohol. Pero gracias a Dios pude salir, y estoy acá.
—¿Cuánto tiempo estuviste internado en Vencer para vivir?
—22 meses. Costó un montón porque estaba aprendiendo a vivir con lo simple, con lo sencillo. A darle valor a todo lo que uno tiene, desde mi casa a mi familia. Y ahí aprendí a tener valores, principios. A empezar a soñar. Porque hay algo que yo tampoco tenía cuando era un adolescente: yo no soñaba. Soy un hijo del 2000, 2001, y en ese momento no había un futuro en este país. No veíamos más allá de eso: o te vas, o te matás en la esquina. Hoy, con los pibes estamos pasando por algo parecido.
—¿Y qué empezaste a soñar?
—Quería formar una familia, ser un buen papá, un buen hijo, un buen hermano, un buen amigo.
—¿Alguna vez te quisiste escapar?
—Sí. Pero estábamos en Pilar, en el medio del campo, y yo no sabía ni cómo irme. Así que no me escapaba porque me daba miedo: ¿dónde iba a ir así? Y después, la culpa. Las familias venían todos los domingos, y cada vez que un pibe que iba de salida, hablaba. Y también hablaba la familia. Entonces yo veía a mi mamá, que se emocionaba con uno que se estaba yendo, recuperado. Y yo quería que mi mamá se emocionara conmigo, no con este que no conocía. Mi primera salida fue a los seis meses, y era la primera vez que le daba esa alegría a mi mamá. Fue relindo. Me hice adicto a esos momentos felices.
—¿Cómo fue esa primera salida?
—Fuimos a casa. Yo iba con un acompañante, que era un pibe con más tiempo que yo. Salimos a pasear.
—Hoy se está discutiendo mucho lo que pasa con la Ley de Salud Mental. Algunas familias están desesperadas porque tienen a sus seres queridos muy enfermos, que creen que lo pueden manejar, y no los pueden internar. ¿Qué te pasa con eso?
—Mirá, los mismos profesionales que te dicen que la adicción afecta a la voluntad, te piden también voluntad para internarte… Y también pasa que nadie se quiere hacer cargo: con la firma de un profesional te pueden internar, pero el profesional no quiere poner la firma.
—Hasta donde entiendo, debe estar la figura de peligro inminente: que te vayas a lastimar vos, o a alguien más.
—Mira cómo funciona. Llama una mamá, no importa de quién sea, y te dice: “Mi hijo está en su habitación con una cuchilla, nos quiere apuñalar a todos”. Bueno, ¿adónde llamás en esa situación?
—Al 911, claro.
—Bueno, el 911 te manda un patrullero. Llega el policía con su 9 milímetros, que es lo único que tiene para defenderse, y sale un tipo con un cuchillo en la mano y se le viene encima, qué es, un agresor, no es un enfermo… Le da un tiro. Si un viernes vos llamás al número de asistencia al adicto, primero hay que ver que te atiendan… Si te atienden, te van a preguntar cuál es la situación. Vos les decís: “Tengo a mi hijo que está en consumo, y está pegándose con la cabeza a la pared”, te van a decir: “Bueno, dale un vaso de agua con azúcar y el lunes llevalo a la guardia del hospital para que lo diagnostique el psiquiatra”. Si es que hay psiquiatra en el hospital… Vas el lunes, y claro, el cuadro ya pasó. “¿Cómo te sentís?”; “Bien”; “¿Te querés internar?”; “No”. Listo.
—¿No volviste a consumir nunca más?
—Nunca más. Tampoco tuve el deseo. ¿Sabés por qué no volví a consumir? Porque no soy el mismo que era antes de drogarme. Tengo otras cosas en mi vida, y el consumo no tiene nada que ver con mi proyecto de vida. Y también reconozco que soy un enfermo crónico, entonces, hoy no hago experimentos con mi vida.
—Mucha gente consume marihuana y siente que la consume socialmente.
—Sí, porque tiene buena prensa: hablan todos en la tele, en televisión abierta. Tiene mejor prensa la marihuana que la recuperación.
—¿Cuántos años tenés hoy?
—41 años. 21 limpio.
—¿Y tuviste que alejarte de cierto entorno, de amistades?
—Mirá, yo seguía viviendo en el mismo barrio, y los chicos seguían estando ahí. Cada vez que pasaba: “¿Cómo andan chicos? ¿Todo bien?”. Ellos me vieron cómo estaba antes, y después me vieron cómo estaba ahora. Era un caso perdido, y si pude cambiar yo, cambia cualquiera… Y a las dos de la mañana, una mamá golpeaba la puerta en casa: “Mi hijo necesita ayuda”. “Sí, vamos”. Lo llevábamos a internar, y el pibe a los tres meses abandonaba el tratamiento. La diferencia era que yo quería. Tenemos que hacernos fuertes, levantarnos y pelearla. Como todos los días.
<i>Su misión</i>
Al salir recuperado de Vencer para vivir, Ezequiel entendió que ya “no podía mirar para otro lado. Tengo un montón de chicos que hicimos todos lo mismo, y terminaron presos, muertos; otros están igual o peor -lamenta-. Y si yo tuve que pasar por todo esto, que valga la pena. Que valga la pena cada lágrima de mi mamá en su momento”.
Comenzó trabajando como coordinador en la fundación. Y desde hace cinco años está a cargo de una de las 10 casas de Vencer para vivir. “En total son más de mil pibes. En mi casa, hay 160″, detalla Ezequiel, quien está en pareja y es padre de cuatro chicos. Y a sus 41 años, lleva más de 21 limpio. “Es un montón…”, reconoce.
—¿En la casa que dirigís, son todos pibes?
—No, no. Son pibes, pero yo tengo pibes de 70. Hay lugares que les dicen pacientes; otros les dicen enfermos, adictos.
—¿Y te encariñás con los pibes?
—Sí, son mis pibes.
—¿Cómo es esa primera noche cuando llega un pibe?
—La mayoría llegan rotísimos, ¿viste? Lo reciben dos compañeros que ya tienen un tiempito dentro de la casa, lo acompañan, lo abrazan, le dan su cama. Es parte de nuestro folclore: el pibe que entra recibe la cama del pibe que lo recibe. Esto es entre todos.
—¿Y qué pasa cuando con alguno, no podés?
—Y… te frustra un poco. Pero siempre pienso que es cuestión de tiempo. En algún momento va a volver.
—Porque no se puede con todos: también hay que decir eso.
—Sí. Entender eso me costó un montón. Si dependiera de mí, se salvarían todos; pero no depende de mí, depende de ellos. Yo doy todo de mí para que ellos, puedan.
—¿Cuántos chicos pasaron ya por tu casa?
—Mis recuperados… Tengo un montón, pero no sé cuántos son porque no los cuento. Y cuando vean esta nota se van a poner contentos: “Ese es mi director”, dicen.
—¿Alguno de esos pibes te dijo: “Me salvaste la vida”?
—Sí, me lo dicen siempre. Y yo creo que no es así. Lo hicieron ellos. Como te dije: si dependiera de mí, se salvarían muchísimos más. Yo no salvo a nadie…
—¿Qué tenés ganas de que pase?
—Lo que habría que hacer es educar a los pibes para que no consuman. Más prevención en las escuelas. Educarlo con valores, con principios, para que el pibe diga que no. Que no tenga todos los complejos que tuvo ese pequeño Ezequiel en su infancia. Si educan a los pibes para que no consuman, ese buen negocio de la droga pasa a ser un mal negocio porque no tiene demanda.
—¿Qué le dice este Ezequiel de hoy a ese Ezequiel pequeño?
—Que salga de ahí. Que ni la toque. A ese pequeño Ezequiel le diría tantas cosas…